lunes, 3 de febrero de 2014

CUPIDO Y YO

CUPIDO Y YO
 
Inercia y monotonía
son mis amigas del alma
no se separan de mí
porque sin mí no son nada.

De mañanita me voy
a reciclar la basura
y luego hago la compra
como una buena Maruja.

Pero mira tú por dónde
que ayer me encontré a Cupido
en el portal de mi casa
fisgando entre los buzones
con cara de niño bueno
arco y flechas y en calzones.

-¿Qué haces así, pequeño
si hace un frío que pela?

Se ha sobresaltado al pronto
y me ha dado casi pena
pero no me ha dado tiempo
a sentir la pena entera
cuando le he visto venir
con el arco y con las flechas
dispuesto a saetearme
sin conocerme siquiera.

-¡Ni se te ocurra! -le he dicho-
-Perdone, buena mujer,
es que ando muy perdido
porque no sé adónde ir
ofreciendo mis servicios.
Regalo amor, no lo vendo
soy un buen repartidor
y no pido nada a cambio,
llevo siglos ejerciendo
y mis avales más firmes
son dedicación y esfuerzo
pero es que estamos en crisis
y eso afecta al comercio,
nadie celebra una fiesta
nadie se acuerda de mí
y se me muere de pena
el pobre San Valentín.

¿Quiere que le dé un flechazo?

-¡A mí flechitas ni una!

-¡Déjeme que le flechee!
¡Qué esto no duele señora!

-¿Qué no duele? ¿Qué no duele?
¡Cómo se nota, bonito
que tú no has conocido
la ingratitud del amor!

- ¡Pero si esto es de regalo,
hágame el favor señora
y no me sea ingrata
que voy a hacerle un favor!
Iba yo a responderle
cuando apareció mi hija
con los libros bajo el brazo
y se emocionó Cupido
tensionando flecha en arco
y gritando cual poseso:

¡A ésta le doy un flechazo!

Mi hija dijo: ¡Es Cupido!

Él dijo ¿Qué me ha llamado?
¿Me ha llamado Escupido
a mí que traigo el amor?

¡Qué amor ni qué niño muerto!
A mi niña ni la mires
que a ésta la he parido yo
cuando acabe los estudios
ya veremos la ocasión,
me apresuré a contestar
mientras sujeté el brazo
con que iba a disparar.
Forcejeamos un rato
y la flecha se escapó
clavándose en su ombligo
como una saeta en flor.

¡Ay, qué dolor! -dijo él-
¡Esto escuece, esto pincha!
 
¿Pues qué esperabas, bonito?
-dije mientras le atendía-

-Me he enamorado de ti
-me soltó de sopetón-
y le respondí sonriendo
con mi hija de testigo:

- No te imaginas, Cupido
lo que te va a doler
tener que vivir sabiendo
que no hay corresponder.
Tus flechas envenenadas
siempre dan en la diana,
lo bueno de tus flechazos
es que no son para siempre
tiene efectos inmediatos
pero efectos secundarios
con el tiempo se disipan.

¡Ay, mamá que lo has matado!

-¡Que no, hija mía, que no!
De esto no se muere nadie,
que es pasajero el dolor
que Cupido es un quejica
y sólo le he dado un poco
de su propia medicina.

¡Me he enamorado de ti
decía todo embobado!
 
-Mira, majo, tú tranquilo
que ya se te pasará,
vamos a subirte al piso
que te voy a presentar
al producto del flechazo
que me diste años atrás.

Mi esposo desayunaba
en ese preciso instante
y al vernos aparecer
llevando en brazos al ángel
de la impresión que le dió
se quedó mudo al instante
con los ojos como platos
y con el plato en los ojos
parecía un espantajo
como si le sorprendiera
que yo tuviera a Cupido
cobijado entre mis brazos.

¡Aquí tienes a mi esposo!
-le dije al enamorado-
éste me lo diste tú
sin flechas y a cañonazos.
Comiendo es un gorrino
haciendo steptease la monda
porque es que monda la pera
aunque no sea limonera
pero le quiero y le quiero
aunque tú no te lo creas.
 
Tus flechas son un impulso
que dura lo que un suspiro
y el amor se acrecienta
con paciencia y con cariño
y tú en cuestiones de AMOR …

¡Cupido eres un niño!
 
 
Consuelo Labrado

jueves, 2 de enero de 2014

LA AVENTURA


Javier, Carlos y Pedro eran amigos desde tiempos inmemoriales, habían compartido su vida sin cuestionarse unos a otros; habían tenido y mantenido peleas verbales pero nada ni nadie podía hacer que su amistad se quebrara … ni siquiera cuando Javier se enamoró de la, entonces, novia de Pedro con la que un tiempo después contrajo matrimonio … ni cuando Pedro destrozó el coche de Carlos en un fin de semana. La respuesta de éste último fue: “ lo importante es que, a ti, no te ha pasado nada”.
Pedro acabó la carrera de Derecho en la universidad de Deusto y con honores, Javier, por el contrario no era muy bueno en los estudios pero, no obstante, se hizo A.T.S. y consiguió ser un gran profesional, paciente que caía en sus manos acababa adorándolo.
Totalmente opuesto a ellos era Carlos, procedente de una familia acomodada, no acababa de decidirse a hacer nada, en casa tampoco le presionaban y nunca le pusieron un pero a la vida disipada que llevaba y de la que hacía alarde; como él mismo decía con hacer algún cursillo de gestión de empresas tenía más que suficiente para terminar sentándose en el sillón del despacho de su padre que, al fin y al cabo, era el negocio familiar y para obtener lo que, por derecho le correspondía no necesitaba romperse los cuernos estudiando.
Alternaban juergas y lamentos; eran algo así como los tres mosqueteros sólo que, en opinión de Javier: “nosotros somos los auténticos porque aquéllos en realidad eran cuatro”.
Una vez cada dos o tres meses se reunían para correr una aventura; tenían una máxima desde sus años mozos que era inquebrantable: “Pase lo que pase y pese a quién pese”. La llevaban a rajatabla, obviaban familia y cualquier otra cosa que no fuera reunirse los tres para mantener los lazos que, en juramento secreto, habían estrechado en su más tierna infancia. Así pues en cuanto tenían ocasión se lanzaban a una nueva aventura que les proporcionaba la oportunidad de evadirse de sus quehaceres o sin-quehaceres (en el caso de Carlos) todo con tal de reunirse.
Nerviosos e impacientes iniciaron su andadura a sabiendas de que cualquiera de los tres podría no llegar a la meta propuesta pero ya tenían asumido que ninguno podría echarse atrás a menos que fuera por causas de fuerza mayor. Antes de comenzar ya habían establecido que si cualquiera de ellos tenía problemas en el laberinto de setos en el número treinta de la calle Orquídea comenzarían de nuevo.
Al poco tiempo de iniciar la marcha Javier se adelantó porque quería asomarse desde el puente que, a lo lejos, se divisaba para ver el paisaje desde lo alto; Carlos y Pedro, rezagados, le dejaron hacer no sin antes advertirle que tuviera cuidado no fuera a caerse ya que se veía, a pesar de la distancia que más que un puente era una pasarela con muy poca seguridad a ambos lados, el susto fue mayúsculo cuando vieron a Javier caer de cabeza al agua; Carlos y Pedro hicieron todo lo posible para llegar hasta el puente pero era demasiado tarde; la corriente arrastraba a Javier como si fuera un fardo mientras ellos corrían a lo largo de la orilla del río por si, en algún punto, podían intentar rescatarle. Por suerte todo quedó en el sofoco de unos y el remojón del otro. Como de costumbre después de un par de coscorrones al interfecto todo concluyó con unas cuantas risas, lo único que lamentó fue que el móvil se le había quedado inservible pero siempre podían localizarle en el de Carlos.
Siguieron caminando sin tregua y cuando comenzaba a caer la noche Carlos cayó en un pozo y aunque era bastante profundo consiguió salir por méritos propios y Javier le vendó el tobillo dañado de manera tan profesional que su amigo pudo continuar la marcha sin problemas. Caminaban al ritmo que, a cada uno le permitían sus fuerzas e intentando por todos los medios encabezar la marcha, algo fundamental teniendo en cuenta que los tres querían ser el primero en llegar, por eso cada vez que surgía algún contratiempo se revolvían de rabia. Más de una vez tuvieron que regresar sobre sus pasos, sobre todo en el laberinto que aunque no les dio demasiados problemas les hizo perder un tiempo precioso.
Lo peor estaba por venir, por cuestiones que no vienen al caso, en el primer pueblo que pararon a Javier le detuvieron y le metieron al calabozo; Pedro lo sacó de la cárcel en un abrir y cerrar de ojos aunque no por su gusto que todo hay que decirlo; si de él hubiera dependido le hubiera dejado entre rejas una temporadita.
A medida que avanzaban, la situación se iba poniendo más y más seria porque la meta que se habían propuesto alcanzar cada vez estaba más cerca y el último en llegar tendría que pagar la mariscada que se habían apostado para los tres con sus respectivas familias y se juntaban más de quince así que había que ponerse a pelear en serio. Carlos, acostumbrado a ganar siempre, a pesar de tener el tobillo vendado aceleró el paso todo cuanto el azar le permitía y consiguió alcanzar a Pedro para comunicarle que tenía una llamada de móvil en la que se le requería regresar a casa de inmediato por lo que éste tuvo que abandonar sin más dilación el “campo de batalla”.
Mientras tanto Javier seguía a un ritmo imparable intentando no mirar atrás pero cuando se dio cuenta de que Pedro se marchaba y Carlos le pisaba los talones en un golpe de suerte, seis pasos y con los nervios a flor de piel gritó:
¡Gané! La próxima vez -añadió riéndose- nos jugamos la mariscada al Tute si queréis porque a La Oca os gano siempre.